Me dan una mujer
Me hallaba en mi celda. Estaba sentado sobre un pesado banco de un metro y medio ante una mesa rectangular. Estos muebles los habían traído a mi celda en recompensa a mi comportamiento. Vestía una ligera túnica de esclavo confeccionada en rep, y sobre la paja que me servía de lecho había una manta. La puerta de la celda estaba cenada pero ya no me teman encadenado, Sobre la mesa había un bol con vino de baja calidad, algunos mendrugos de pan y una cazoleta de madera con verduras y trozos de carne.
Comí un pedazo de carne y bebí un poco de vino del descascarillado bol de arcilla. Mis pensamientos estaban en un completo desorden. Hoy me habían elogiado y confiaba en no permanecer mucho más tiempo en las celdas. Pero no tenía idea del lugar en que estaban las celdas, ni en qué ciudad me encontraba. No lo podía preguntar, puesto que ya me habían advertido que la curiosidad en un esclavo no era una virtud.
Me levanté del banco y anduve de un lado a otro de la celda. Agradecí la manta que me habían dado al pasar una de mis manos por las húmedas paredes del recinto. Me acerqué a las rejas que formaban una de las paredes y me así a ellas. No existía posibilidad de evasión. Regresé a la mesa. Era prisionero y esclavo, incluso había un collar metálico alrededor de mi cuello, pero a pesar de todo ello, no me sentía excesivamente desdichado. Admití que deseaba ver aquel mundo al que me habían traído. Estaba seguro de que si obedecía y complacía a mis amos, o amas, mi vida no correría peligro.
¿Por qué no me sentía más desdichado que cuando llegué a Gor? Porque debido a la dieta y al ejercicio a que me habían sometido, disfrutaba de mejor salud y me sentía mucho más fuerte. Además, anhelaba en mi interior iniciar mis andanzas en este nuevo mundo, aunque ello sólo fuera en mi condición de esclavo.
De nuevo me levanté del banco y así una de sus patas levantándolo lentamente por encima de mi cabeza. Esto jamás hubiera podido hacerlo en la Tierra, y por supuesto, no era un hecho debido a la reducida gravedad del planeta, sino a una nueva fuerza recientemente adquirida.
Cogí otro pedazo de carne de la cazuela y miré a la paja y a la manta, pero no sentía deseos de acostarme. Fue precisamente entonces, cuando oí su llanto mientras la arrastraban por el corredor. Abandoné mi asiento de un salto. Vi a Pródicus al otro lado de la reja. Sabía que si lo deseaba podía romperme los brazos y las piernas sin el mayor esfuerzo.
—Colócate al fondo de la celda —ordenó.
Obedecí.
A su izquierda, cruelmente curvada, sujetaba a una chica por el pelo. Sus pequeñas manos estaban unidas a la espalda por pequeñas esposas y una llave, sujeta por un alambre, colgaba de su collar. Supuse que era la llave para abrir las esposas. También de su cuello colgaba un látigo de los empleados por los esclavos.
Pródicus sacó de un llavero la llave de mi celda y abrió la puerta. Entró en la celda arrastrando a la chica, tirándola con gran crueldad ante mí.
—Es tuya esta noche. No la mates ni rompas sus huesos.
—Comprendo.
Sin añadir una palabra más, y sin volverme la espalda, retrocedió hasta salir de la celda, cerró la reja y tras colocar la llave en el llavero se alejó por el corredor hasta desaparecer.
Lola, aún con el látigo alrededor del cuello, me miraba con ojos llenos de terror.
—Amo, por favor, no me hagas daño —suplicó.
Me sobresaltó oír que me llamaba Amo, pero luego recordé que me la habían dado para que fuera mía aquella noche.
—Levántate, Lola.
Tambaleándose consiguió ponerse en pie, aunque el temor la mantenía encorvada, y retrocedió hasta llegar a la reja que nos confinaba a aquella celda similar, por supuesto, a las muchas otras que existían en las profundidades de la Casa de Andrónicus.
Me acerqué a ella lentamente.
Ahora se mantenía erguida contra las barras de la reja con la cabeza vuelta hacia un lado. Comprendí que temía el mirarme cara a cara.
—Lamento haber sido tan mala contigo, Amo —musitó.
— ¿Por qué derramaste el vino y luego dijiste que había sido yo? —pregunté.
—Fue una broma.
—No mientas —grité.
—Te odiaba.
— ¿Y, ahora, continúas odiándome?
— ¡Oh, no, Amo! —se apresuró a decir—. Ahora, te amo y quiero complacerte. Por favor, sé bueno conmigo —suplicó.
Sonreí. Supuse que Lola nunca se había imaginado, cuando me trataba con tanta crueldad o cuando derramó el vino y me condenó a veinte azotes con el látigo de serpiente, que un día estaría ante mí esposada pendiente de mi clemencia.
—Deja que te descargue del peso del látigo que rodea tu cuello —dije extendiendo la mano.
Levantó la cabeza presionándola, así como todo su cuerpo, contra las barras de la reja.
— ¿Vas a usarlo? —preguntó.
—No te he oído decir Amo.
—Amo —se apresuró a añadir.
Descolgué el látigo y regresé a la mesa, colocándolo sobre el banco en el que después me senté. Miré a la joven presionada contra las barras.
—Ven y arrodíllate, esclava —ordené.
Vino rauda y se arrodilló ante mí, junto a la mesa.
— ¿Vas a azotarme, Amo? —preguntó.
—Silencio.
—Sí, Amo.
Mis emociones eran contradictorias. Por un lado tenía a Lola ante mí, con la que se me había autorizado hacer cuanto quisiera, mientras que por el otro podía vengar todas las humillaciones y dolores pasados sobre su bello cuerpo.
Miré a aquella hermosa mujer, desnuda y esposada, arrodillada ante mí. Eso era lo verdaderamente importante: que estuviera sumisa a mis pies y obligada a obedecerme de forma irremisible ante mi autoridad y poder.
—Amo —susurró.
— ¿Qué quieres?
—No he comido desde esta mañana. ¿Puedo comer algo?
Cogí un pedazo de carne y se lo ofrecí.
—Gracias, Amo —dijo cogiendo el pedazo de carne con los dientes.
Durante un rato estuve alimentando a Lola. Dependería de mí para cualquier tipo de comida o bebida, durante las horas que pasara a mi lado y casi me resultaba imposible comprender la sensación que aquel acto desataba en mi interior. Es casi inconcebible analizar y llegar a entender la emoción que el hecho de, materialmente, dar de comer a una mujer pueda crear en un hombre.
Dejé la cazoleta en el suelo y ella, agachando la cabeza, continuó comiendo. Estaba en mi poder. Durante unas horas seria mía. Luchaba entre el placer del poder y el placer de la venganza. Entre la autoridad y la pasión. Pero, por un breve instante, antes de ser capaz de controlar mis sentimientos, sentí lo que realmente significaba la naturaleza del hombre. Había saboreado durante un breve momento el gusto de la dominación.
La joven se enderezó. La cazoleta estaba vacía. La recogí del suelo y la llevé a uno de los rincones de la estancia donde la coloqué en un estante.
—Gracias por darme de comer, Amo.
Cogí alguno de los rizos que caían sobre sus hombros y con ellos limpié su boca. Me sorprendió que Lola sujetara mi mano con los dientes y luego la lamiera y besara.
— ¿Vas a azotarme, Amo? —preguntó.
— ¡Silencio!
—Sí, Amo.
—Allí hay un cubo lleno de agua —dije señalando un rincón de la habitación—. Ve y bebe. Luego regresa y arrodíllate ante mí.
—Sí, Amo.
Cruzó la celda y arrodillándose ante el cubo, bebió. Entretanto coloqué el vino que no había bebido en el estante. La joven no prestaba atención a estos movimientos puesto que no esperaba que le ofreciera parte de mi vino. Era esclava y ya era suficiente que le hubiese dado de comer y beber. Es más, no la había obligado a arrastrarse sobre el estómago. Yo, por mi parte, quena la mesa despejada. Me senté en el banco. Al cabo de unos momentos se arrodilló ante mí.
Me levanté y caminé lentamente en derredor suyo. Supongo que no debía haberlo hecho, pero era tan increíblemente bella. Estaba tensa, la espalda descansando sobre los talones y las rodillas muy separadas. ¡Tenía que ser algo maravilloso poseer realmente una esclava como aquélla! Había algo en su forma de respirar que no llegaba a comprender. También su cuerpo exhalaba un excitante aroma, que como terrestre no conseguía descifrar. Ahora comprendo que ella estaba intentando controlarse, pero su cuerpo la traicionaba. Tenía a mis pies, sin saberlo, una esclava sedienta de amor.
Posé mis manos sobre sus brazos, sin comprender el temblor que sacudía su cuerpo, y la levanté del suelo.
—Amo —susurro como en un ruego.
Tenía que liberar sus manos de las esposas, cuando éstas habían sido la causa de muchos de mis dolores. Así uno de sus brazos y un tobillo y la elevé en el aire. Quedé gratamente sorprendido ante la facilidad con que había realizado la acción, y más aún al observar la expresión de incredulidad en su rostro.
—Amo, por favor —gimió.
Con brutalidad la lancé sobre la mesa. Allí estaba tensa e inmóvil sobre el estómago. Eché su cabellera hacia delante e hice girar el collar hasta que apareció la pequeña llave colgando del alambre. Desaté el alambre y lo coloqué, con la llave, junto a la cabeza de la joven. Giré de nuevo el collar alrededor de su cuello, hasta que el pequeño cierre volviera a descansar sobre su nuca y mientras lo hacía, observaba el vello que ribeteaba el crecimiento de su cabello. Abrí las esposas y las coloqué, con el alambre y la llave, sobre el banco.
—Ahora tengo las manos libres y podré complacer tus deseos mejor —musitó la joven.
Había colocado sus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. Las palmas de la mano de una joven son extremadamente sensibles y eróticas.
— ¿Estás intentando llegar a un acuerdo conmigo?
— ¡No, Amo, no! ¡Perdóname, Amo! ¡Por favor, Amo perdóname! —gritó desesperada.
— ¡Silencio! —ordené.
—Sí, Amo.
Levanté uno de los lados de la mesa y la lancé al suelo. La mesa estaba caída de lado, en medio de la celda, y ahora Lola estaba de rodillas sobre las piedras del suelo con el cabello cubriendo su rostro. Sentí el roce de sus labios besándome mis pies. Jamás soñé tener una mujer, tan bella en mi poder, tratando de aplacar mi ira.
—Lola te ruega que la dejes complacerte, Amo —gemía.
Eché la cabeza hacia atrás y solté una carcajada. El cuerpo de Lola temblaba. Estoy seguro que había oído en alguna otra ocasión aquella risa. La emoción que me invadía era incomprensible y, a la vez, maravillosa. La tenía a mis pies y reconocía más allá de toda discusión que en aquellos instantes ocupaba mi puesto de hombre ante la naturaleza. Riendo, me incliné sobre ella y agarrándole el cabello levanté su cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero la expresión de éxtasis de su rostro me sobrecogió.
— ¡Sí, Amo! —musitó.
Estuve a punto de tirarla sobre la paja y usarla como esclava cuando recordé que era un hombre de la Tierra. Solté su cabellera y la aparté. Apreté los puños y grité debido a la frustración. Ahí la tenía, sobre el suelo, ante mí. Me miraba alarmada.
— ¿Amo? —exclamó, como preguntándose qué había ocurrido.
Clavé las uñas en las palmas de mis manos y mis dientes rechinaron.
Sin que diera mi permiso se acercó y extendió una de las manos como si quisiera tocarme.
— ¡No te atrevas a tocarme! —espeté.
Apartó la mano con rapidez.
Me alejé de ella.
— ¿Qué he hecho para no complacerte? —preguntó en son de ruego.
— ¡Silencio!
—Sí, Amo —susurró.
Me alejé al otro extremo de la celda y extendiendo los brazos hasta apoyar las manos contra el muro bajé la cabeza en mi lucha para dominar mis deseos.
Golpeé el muro con los puños. Tenía que conquistar mis impulsos. Tenía que convertirme en mi propia víctima.
— ¿Puedo ofrecerte vino, Amo? —preguntó Lola.
Me aparté del muro, pues ya había conseguido controlar mis deseos. Hice una profunda inspiración.
Sin esperar a que le diera mi permiso Lola fue al estante donde había dejado el bol de arcilla con el vino barato de los esclavos. Se acercó y arrodillándose ante mí con graciosos movimientos miró el borde del envase, lo presionó sobre su vientre y luego, levantándolo lentamente hasta sus labios, lo besó. A continuación, extendiendo los dos brazos y con la cabeza inclinada hacia el suelo me ofreció el bol.
— ¿Deseas vino, Amo? —preguntó.
Cogí el cuenco que me ofrecía con las dos manos y bebí, pero no terminé el contenido. Lola me miraba.
—El vino y Lola son tuyos, Amo.
Sabía que había dicho la verdad. Levanté el cuenco de nuevo y bebí otro sorbo girando para dejar el resto sobre la mesa a mis espaldas.
Había bebido como lo hacen los Amos ante sus esclavas.
—Has probado el vino de la Casa de Andrónicus, ahora prueba el vino de Lola.
Fue en aquel preciso instante que comprendí, por vez primera, que la esclava se hallaba estimulada sexualmente. Hasta aquel momento no había llegado a discernir los signos de sus súplicas pero, ahora, todas aquellas manifestaciones, incluso el aroma que de su cuerpo emanaba, me eran obvias.
— ¿Le ha gustado a mi Amo el vino? —preguntó.
—Aún no lo he terminado —respondí.
Bajé la cabeza. Sabía que esperaba que la tomara entre mis brazos y la llevara a la paja. La deseaba desesperadamente y no obstante, reconocía que no tenía derecho a tomarla, puesto que era un terrestre y no podía olvidar que era una joven indefensa a quien nadie correría a defender.
Levanté la mirada.
—Hazme tuya —musitó.
Comprendí que en mi interior existía otra razón para no hacerla mía y era mi temor a no defraudarla. Cuando una mujer se ofrece como ella es un reconocimiento a su superioridad, a su hombría. Pero el que teme no puede satisfacer a una mujer. Ante tal situación el hombre siempre puede recurrir a burlarse, a humillarla, a ponerla en ridículo por sus incontrolados deseos. Tales actos sólo nos llevan a la frustración de nuestros propios deseos. Aquel que teme su capacidad de satisfacer a la mujer, que pone en entredicho su poder, su fuerza, su voluntad, es incapaz de hacer plenamente feliz a una mujer, y menos a una esclava.
—Estoy a los pies de mi Amo y espero que me haga suya.
Grité debido a mi frustración. Lola me miraba sorprendida, incapaz de comprender el caos que reinaba en mi interior. De pronto, sin poder controlar mi rabia, la golpeé con el dorso de mi mano izquierda para apartarla de mi camino. Cayó de espaldas. Me horrorizó ver que la había golpeado. Había ocurrido tan rápido, que aún no comprendía con claridad lo ocurrido, pues en realidad mi ira no había sido dirigida hacia ella sino hacia mi persona. Lola era la víctima inocente, aunque también era obvio que era la causa de mi dilema y de mi desdicha. Lo que había hecho era una estupidez. La miré. Había sangre en sus hermosos labios. Esperaba una expresión de horror o de reproche, pero en vez de ello bajó la cabeza y se arrastró hacia mis pies y sentí cómo aquellos bellos y heridos labios los besaban.
—Gracias, Amo. Lamento no haber conseguido complacerte —dijo con una voz que expresaba admiración y placer.
Comprendí que el golpe había sido interpretado como una muestra de mi soberanía sobre ella.
Volví a sentir sus ardientes labios sobre mis pies. —Ya es suficiente.
—Sí, Amo —dijo colocando su mejilla sobre mi pie derecho. También sentía el roce de su cabello sobre mis pies.
Bajé la mirada hasta Lola. También ella me miró y antes de dejarse rodar hasta la paja, volvió a besar mis pies. Ya en la paja sonrió mostrando su felicidad.
—No tendrás que golpearme de nuevo, Amo. Seré dócil, obediente y cariñosa. Tómame, Amo. Sométeme a tu placer.
— ¿Es un ruego? —pregunté sin realmente saber la razón de aquella demanda.
—Sí, Amo, es una súplica. — ¿Por qué te trajeron a esta celda? —Querían castigarme —respondió con una sonrisa. Me sentí culpable. Había pegado a aquella pobre criatura que ni tan siquiera comprendía que era un ser humano.
—Lamento haberte pegado. Reconozco que fui muy cruel haciendo tal estupidez.
Ahora me miraba asustada. No era capaz de comprender lo que yo decía. Temblando se arrodilló y bajó la cabeza hasta tocar la paja. Parecía querer empequeñecerse, reducirse a la nada.
—No seas cruel, por favor. Si te he disgustado azótame. No comprendo lo que dices ni lo que quieres de mí. No soy más que una esclava, pero no me tortures de este modo. Átame y azótame. Acaso así aprenda a complacerte.
—Ahora soy yo el que no comprende. —No me tortures —gimió.
—No trato de ser cruel y torturarte. Todo lo contrario, trato de ser cariñoso contigo.
—Átame y azótame —dijo, temblando debido al miedo.
Corrí a la mesa y tomé el cuenco con el vino que yo no había bebido, ofreciéndoselo a ella.
—Tú me serviste el vino y ahora soy yo quien te lo ofrece —dije.
—Sí, Amo —dijo, aunque continuaba temblando.
Podía comprender la vergüenza y la ira de un hombre, pero mis actos le hacían suponer que estaba en presencia de un loco.
Llevé el cuenco a sus labios y ella, obediente, apuró su contenido. Volví a colocar el cuenco sobre la mesa. Regresé junto a la joven y me acurruqué a su lado.
—Perdóname, por favor.
Continuaba temblando.
— ¡Perdóname! —grité airado.
—Te perdono, Amo —dijo con premura.
—No era una orden. Lo que quisiera es que me perdonases voluntariamente.
—Sí, Amo. Te perdono porque ésa es mi voluntad —susurró.
—Gracias.
—No me hagas daño —susurró sin mirarme.
—Mírame, Lola.
—No me tortures, Amo.
Levantó la cabeza y fijó sus ojos en los míos. Su mirada me sobresaltó. Estaba realmente asustada.
Mis ojos se posaron en el collar metálico. Mi mirada debió sufrir un cambio porque la chica volvió a temblar. Conseguí controlarme.
—No es necesario que me llames Amo —dije con dulzura.
—Sí, Amo.
—No me llames, Amo —insistí.
—Soy una esclava, Amo —gimió.
—Llámame Jason.
Apartó la mirada aterrada.
—Jason, no me mates, Amo.
—No comprendo. ¿Por qué me dices eso?
—Has despreciado mi belleza, te has negado a hacerme tuya y me has obligado a faltarte al respeto. Ahora puedes castigarme por no ser suficientemente bella, por no haber yacido en tus brazos y por haberte faltado al respeto. ¿Vas a arrojarme a tus pies y golpearme sin compasión?
— ¡Claro que no!
Se apartó ligeramente de mí.
—A la Casa de Andrónicus no les gustará si me matas. Soy propiedad de ellos.
—No tengo intención de matarte.
— ¿Puedes decirme qué castigo o crueldad me espera?
—No preparo ningún castigo ni crueldad para ti.
—Sé que no eres de Gor. ¿Son todos los hombres de tu mundo como tú?
—Supongo que la mayoría.
— ¿Quieres que crea que no preparas una venganza contra mí?
—No temas. No te haré daño. Conmigo estás completamente a salvo.
— ¿Por qué no acabas de hacer lo que quieras conmigo? ¿Fui tan cruel contigo como para merecer todas estas torturas?
No sabía cómo tranquilizarla.
—No voy a hacerte daño alguno —aseguré.
Sollozando se arrastró hasta el banco donde había dejado el látigo y cogiéndolo entre sus dientes regresó junto a mí, todavía arrastrándose. Cuando cogí el arma de entre sus pequeños y blancos dientes, suplicó:
— ¡Azótame!
Tiré el látigo lejos.
— ¡No!
Temblando se postró a mis pies. Me di cuenta que temía lo que pudiera hacer con ella. Sin decir una sola palabra me dirigí a la manta que había sobre la paja, la extendí y señalando el lugar ordené con amabilidad:
—Acuéstate.
Se arrastró hasta echarse sobre la manta. Su cuerpo era muy hermoso resaltando sobre la oscura manta. Rozó el collar con la punta de los dedos. Me miró.
— ¿Vas a empezar ahora? Me agaché junto a ella y cogiendo la parte de la manta que quedaba vacía tapé su pequeño y tembloroso cuerpo. —Es tarde y tienes que estar cansada. Duérmete. — ¿No vas a hacerme tuya? — ¡Claro que no! Descansa, pequeña y linda Lola. — ¿No vas a compartir la manta conmigo? —No.
— ¿No vas a tratarme como a una esclava? — ¡No! ¡Por supuesto que no! Soy un hombre de la Tierra. Me apoyé en el muro. Lola estaba muy quieta. Ninguno de los dos habló durante largo rato. Luego, después de haber pasado un ahn, la oí gemir y moverse bajo la manta. — ¡Amo! ¡Amo! Corrí a su lado.
A la escasa luz que iluminaba la celda pude ver cómo bajaba la manta hasta sus muslos y, medio sentada y medio yaciendo, me miró. Intentó rodear mi cuello con sus pequeños brazos, pero conseguí asir sus muñecas y apartar sus brazos de mí.
— ¡Amo, por favor! —suplicó curvando su pequeño y hermoso cuerpo.
— ¿Qué ocurre? —pregunté.
—Tómame, Amo, por favor. Tómame como a una esclava. Miré su cuerpo y el collar alrededor de su garganta. —No.
Cesó en su lucha por abrazarme y yo solté sus muñecas. Me puse en pie, pero continué mirándola. Se arrodilló, temblando, sobre la manta.
—No te comprendo. Te he tratado con amabilidad y cortesía, e insistes en comportarte como una esclava. —Soy una esclava, Amo.
—No sé qué hacer contigo. ¿Quieres que te ate y te eche a los urts, para que te coman?
—Por favor, Amo, no hagas eso.
—Era una broma —me apresuré a decir temiendo que tomase mis palabras al pie de la letra.
—Pensé que quizá lo fuera —dijo muy quedamente.
—Hablando de bromas. ¿Qué te parece la forma en que nos hemos burlado de nuestros carceleros?
— ¿Cuándo nos hemos burlado de ellos?
—Te trajeron aquí para que yo te castigara y en vez de ello, te he tratado muy amablemente y con mucha cortesía.
—Sí, Amo. Ha sido una broma muy divertida.
Inesperadamente, se colocó sobre el estómago, golpeó la manta con sus pequeños puños y empezó a sollozar histéricamente.
— ¿Pero qué te ocurre ahora?
Saltó de la manta y entre ahogos y sollozos corrió hasta la reja, presionando su hermoso cuerpo contra las barras, y extendió los brazos hacia el silencioso y vacío pasillo.
— ¡Amos! ¡Amos! —Gemía entre sollozos—. ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! —Cayó de rodillas y asiendo las barras con sus pequeñas manos, continuó gimiendo.
—No te comprendo. No te he castigado. ¿De qué te quejas?
— ¿Sabes cuál era mi castigo? —preguntó gimoteando.
—No.
—El castigo era el encerrarme contigo —dijo continuando con su llanto.
Permanecí junto al muro mientras ella lloraba agarrada a las barras de la verja. Pasado un largo rato quedó dormida en aquella posición.
Yo no pude dormir aquella noche.
libro 14 -El esclavo luchador de Gor-
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